Cuando falla la empatía: el otro como espejo de uno mismo
Necesitamos entender la realidad cuando esta nos abofetea en toda su crudeza pero, la agresión gratuita sin sentido daña lo más profundo de nuestra identidad como individuos y como colectivo.
¿Existen unos rasgos desencadenantes, o una predisposición genética hacia la agresión? Desde esta perspectiva, la personalidad agresiva sería causa necesaria y suficiente para que se produzca la conducta desadaptada. En contrapartida, un modelo más dinámico aborda el tema desde el punto de vista del sujeto inadaptado. El comportamiento agresivo se produciría como un proceso dialéctico entre el medio y el sujeto. Con todo, podría tratarse la existencia de ciertos rasgos diferenciales a nivel cognoscitivo, afectivo y relacional, sin perder de vista el contexto ambiental del sujeto.
¿En qué momento se deja de hablar de normalidad y se entra en el terreno de lo patológico? ¿Qué ocurre en la mente del sujeto que agrede? ¿Estamos hablando de un comportamiento “normal” o realmente se alude a errores de juicio, a momentos precisos de delirio que nublan la capacidad de raciocinio del que ejerce la violencia?
No vamos a centrarnos en analizar la violencia sino su contrapunto la empatía. ¿Por qué estos individuos carecen del filtro, llámelo moral o social o educacional, necesario para frenar estos impulsos o estas creencias llevadas al límite del respeto por la vida de otros seres humanos.
Es indudable que desde el nacimiento, el ser humano vive en sociedad y así, aprende a comunicarse con su medio. En este proceso de feed-back recíproco entre el individuo y su ambiente, se va formando su personalidad. En el descubrimiento del "otro", siguiendo a Ortega y Gasset, construimos nuestra realidad social; nuestro "yo" y el "otro" en un principio desconocido se convierte en un "tú", que ya forma parte de nuestra esfera. Es así, como a través del diálogo y ciertas habilidades sociales básicas como el respeto, la escucha o el afecto formamos un "nosotros" como resultado final de nuestro esfuerzo. Al hablar de habilidad, no nos referimos a un rasgo de personalidad, sino a una conducta que ha sido aprendida. Adquirimos estos conocimientos sociales casi sin darnos cuenta. Desde nuestras primeras interacciones, utilizamos una serie de habilidades básicas que hemos observado en nuestro ambiente. Se aprende por imitación de nuestros modelos, ensayando continuamente. De forma directa o encubierta, nos han informado de lo que se debe hacer para afrontar los problemas inmediatos de la situación y maximizar la probabilidad de éxitos futuros. Los déficits en habilidades sociales se asocian muchas veces con ansiedad y miedo social, en la génesis de los cuales se encuentran procesos cognitivos desadaptativos. Al hacer prueba social de nuestras habilidades, entramos en un proceso de asimilación, acomodación y actuación. Nuestras conductas verbales y no verbales provienen en gran medida de las conductas de los demás. Asimilamos, o lo que es lo mismo, hacemos nuestro aquello que experimentamos y sentimos en interrelación con el otro. De alguna forma, en muestro proceso madurativo, aprendemos a responder a un intercambio, a dar y recibir retroalimentación, a aceptar nuestros errores... En definitiva, la empatía y el respeto funcionan como dos habilidades sociales básicas. Pero no sólo asimilamos, sino que acomodamos, en el sentido piagetiano, y actuamos sobre la situación. Bien por afrontamiento, bien por evitación, estar en la situación presente, aquí y ahora, implica tener iniciativas y respuestas efectivas y apropiadas al momento. Enfrentarse al medio, supone una evaluación continua de los éxitos y fracasos, en la que no se descarta el cambio.
Es posible que la resistencia al cambio, el miedo al fracaso social dentro de un grupo identitario esté en la génesis de algunos comportamientos violentos. En cualquier caso no se justifica ni se comprende la falta de empatía, el derroche de dolor y agresión hacia el otro que al final de la jugada ha dejado de ser un reflejo de uno mismo.