La cultura y arte en la sociedad de la inmediatez: El largo camino de la creación musical y el goce estético
Desde nuestra cultura europea y sus orígenes, helenísticos y latinos, el ser humano, a lo largo de los diversos periodos en que se divide la historia, ha tenido que asimilar con relativo esfuerzo las distintas disciplinas del saber que lo conforman (con sus contenidos y conceptos). Hasta la actualidad, para el ser racional, el proceso de crecimiento intelectual, de comprensión, siempre ha requerido de largos periodos de maduración y sedimentación del conocimiento. En la actualidad, la premisa de invertir tiempo (años) en el estudio, de sedimentar el conocimiento parece haber desaparecido, y la adquisición del saber (de la cultura) se encuentra inmersa en una vorágine de inmediatez, de facilitación del producto (cultural) a consumir. Simplificación necesaria para una digestión rápida y, por tanto, inocua.
En la época histórica actual, la inmediatez se asume desde la técnica, mal entendida, a través de la electrónica con los ordenadores (los programas), móviles, internet…, herramientas que parecen ser capaces de hacernos acceder al saber de forma automática (por osmosis) sin necesidad de esfuerzo alguno. Y de esta manera hacernos capaces de componer una fuga o una obra sinfónica con el único esfuerzo de pulsar unos pocos comandos de ordenador sin nociones previas de contrapunto, ni siquiera de música.
«En 1960 Robert Moog, ingeniero de sonido, inventó el sintetizador (el “Moog”), que facilitó en extremo la técnica de fabricación de la música electroacústica. Este aparato puso al alcance de cualquier aficionado sin conocimientos musicales la posibilidad de hacer un producto sonoro, al margen de su calidad estética. Desde ese momento la creación electroacústica cambia de sentido: el comercio entra en juego y el impulso de la investigación artística, en ella, se aminora hasta casi desaparecer.» [1]
Dentro de esta dinámica de facilitación globalizadora, que consiste en que el producto (cultural) guste a todos sin fronteras y sin esfuerzo, podemos caer en la tentación de creer que nuestra comprensión con respecto al hecho histórico (filosófico o científico…) es capaz de aumentar por el visionado de documentales divulgativos o películas con argumentos atemporales (de intriga, amorosas, asesinatos…) con diálogos característicos de nuestra época (o episteme). Películas situadas en cualquier tiempo cronológico y social como sucede con El nombre de la rosa [2] de Umberto Eco (1932-2016), ubicada en el medioevo centroeuropeo (que por su argumento bien podría haber estado recreada en el Nueva York de los años cuarenta por Humphrey Bogart o en el tiempo futurista de Blade runner de Ridley Scott). La falsa percepción de cultura se basa en que si entendemos el argumento, por analogía entendemos la época, su pensamiento, y por defecto su episteme.
El poder del nuevo principio de "cultura" inmediata y global radica en la manipulación del término, de la palabra y su significado (o concepto), surgiendo así el significante (la palabra “cultura”) y su significado ("todo" y en especial "todo" lo lúdico enmascarado en procesos de pensamiento característicos en las disciplinas clásicas del saber). Y así, desde este concepto mercantilista surge la "cultura del vino", de la gastronomía, de los coches, de los viajes, de los anuncios, de los videojuegos (de Pokemon Go…), junto a una lista interminable de "nuevas culturas" con sus propios procesos cognitivos, paradigmas de la posmodernidad actual.
El ser humano no siempre ha pensado de la misma manera, por lo que no ha percibido su realidad como la asumimos en la actualidad (en nuestro episteme); no ha tenido los mismos gustos estéticos ni ha apreciado ni gozado el arte y la música de la misma forma. Uno de los más grandes pensadores de la segunda mitad del siglo XX, el francés Michel Foucault (1926/84), define en su libro Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas [3] el principio de episteme como la estructura de pensamiento imperante en cada época, un andamio conceptual no de una sola ciencia, como lo es el discurso, sino de toda una época. Foucault plantea las diferentes eras históricas, de la cultura centroeuropea, de manera horizontal por medio de un estudio histórico en estratos al igual que se plantea en la ciencia arqueológica. En su estudio clasifica el pensamiento de cada época en tres epistemes: el renacentista, el clásico y el moderno sin contemplar una comparación entre ellos, pues para él son tan diferentes que la comparación se tornaría en la suma de las diferencias.
Fig. nº 1. El hombre de Vitruvio (1490), Leonardo da Vinci (1452-1519).
En el renacimiento, el episteme que lo regía era la semejanza; esto quiere decir que el discurso, la relación entre las palabras y las cosas que representaban, tenía sentido cuando la palabra se parecía de alguna forma a la cosa que significaba. No había una distinción entre mundo y palabras, sino que las palabras mismas eran parte de lo que describían. Una cosa siempre conducía por semejanza a otra ad infinitum.
Fig. nº 2. Las monedas eran valiosas por el material con el que estaban hechas.
La música como hecho social se encuentra compuesta con un fin y condicionada a una determinada forma de pensar particular en cada época cronológica (recordemos la prima pratica, religiosa, y la seconda, profana y lúdica en el renacimiento). En esta época, el hecho musical se encontraba supeditado al ámbito vocal y a la comprensión de los textos religiosos (extraídos de los antifonarios). Las formas de las obras profanas se basaban en las estructuras literarias (en la prosa y el verso característico en cada región). El motete (religioso) y el madrigal (profano) fueron las formas privilegiadas por antonomasia, siendo la función y el significado del texto las únicas diferencias entre ellos. Los motetes se integraban en estructuras mayores como la Missa, que fue la máxima expresión social y funcional del pensamiento renacentista. En la Missa Papae Marcelli (1562) se ve claramente el condicionante del episteme (religioso-político-social) en la estructura musical de la obra. Para diferenciarse de la música protestante, saturada polifónicamente, donde el texto pasaba a un segundo término, y siguiendo el edicto del Papa Marcelo, Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525/94), en su Missa escribe polifonía únicamente en los tiempos con poco texto y pasa a la homofonía cuando el texto es extenso y complejo para primar así su comprensión.
El episteme renacentista posee cuatro formas principales. La primera es “la conveniencia”, que describe la yuxtaposición de todo con todo en una gran cadena del ser; así, lo más bajo comparte siempre algo con lo más elevado dentro de una red de conexiones. Dentro de un lenguaje complejo y hermético característico de la época, el músico Pietro Cerone (1566-1625), en 1609 escribió su tratado Melopeo y Maestro, siendo una ontología del saber musical. Cerone, en su tratado, al margen de dedicarse a temas estrictamente musicales donde relaciona la perfección del compás ternario con la Santísima Trinidad y no tratar la interválica de tritono (cuarta aumentada) por ser el diavolo in musica, redacta una serie de capítulos que versan sobre el beneficio del vino para el músico y de las cualidades morales de cierta música y del perjuicio de otra, además de cómo había que lavarse, comportarse y vestirse (esto último lógico, pues estaba dirigido a Maestros de Capilla con infantes a su cargo). En la misma línea, el Padre Fray Pablo Nasarre (1650-1730) escribió el tratado Escuela Música (1723/24), donde en el Libro del alumno presenta la narración de la técnica musical en forma de obra de teatro, con preguntas del alumno y respuestas del profesor.
La segunda forma del episteme renacentista es “la emulación”, la cual describe la manera en que cosas separadas en el espacio pueden reflejarse la una a la otra, como el intelecto humano y el de Dios. Thomas Hobbes (1588-1679), amigo de Francis Bacon, Descartes y Galileo, tras una década de guerra civil en Inglaterra redactó El leviatán (1651), base del contrato social. En él compara a Dios y al hombre por su creación respectiva, a Dios el mundo y el hombre el Estado. En el El leviatán, Hobbes no comienza hablando del estado de naturaleza y contratos, sino de la “sensación” y “la imaginación”; no llega a la política hasta el capítulo XIII. Para poder entender su argumento, Hobbes sitúa al hombre y a su política dentro de una “cosmovisión general del mundo” del episteme renacentista.
La tercera forma es “la analogía”; se refiere a una semejanza en la estructura de dos cosas (por ejemplo, los ríos de la tierra y las venas del cuerpo). Un principio de analogía en la composición musical renacentista eran las figuras retóricas y, entre ellas, la utilización de dobles floreos que en su grafía asemejan cruces cristianas, elementos que se ubican en lugares destacados en la dramaturgia del texto. Otras figuras retóricas eran creadas por medio de giros melódicos ascendentes para palabras como Dios o Señor y descendentes para el hombre y sus miserias. Junto a estas figuras, para enfatizar palabras como “muerte” (Moro) se utilizaban interválicas poco usuales y malsonantes (para la época) como la cuarta aumentada; esto sucede en madrigales como Moro Lasso del Principe Carlo Gesualdo da Venosa (1566-1613).
La cuarta forma es “la simpatía”, que engloba las primeras tres formas de semejanza. Describe, en general, la atracción que guardan las cosas entre sí (el fuego hacia el cielo, las piedras hacia la tierra [4]...).
Uno de los hechos que puede contextualizar mejor el pensamiento de la época es el protagonizado por el astrónomo Francesco Sizi al acometer contra Galileo y negar su afirmación cuando en 1610 señaló que había visto, a través de su telescopio, satélites girando alrededor de Júpiter. El razonamiento de la negación de Sizi fue la siguiente:
«Hay siete ventanas en la cabeza, dos orificios nasales, dos orejas, dos ojos y una boca; así en los cielos hay dos estrellas favorables, dos que no son propicias, dos luminarias, y Mercurio, el único que no se decide y permanece indiferente. De lo cual, así como de muchos otros fenómenos de la naturaleza similares –los siete metales, etc.–, que sería tedioso enumerar, inferimos que el número de los planetas es necesariamente siete… Además, los satélites son invisibles a simple vista, y por tanto no pueden tener influencia sobre la Tierra, y por tanto serían inútiles, y por tanto no existen.» [5]
Fig. nº 3. Diagramas de la época, los planetas y su ubicación celeste.
Galileo, efectivamente, vio los satélites, al igual que los que observaron por él, pero el episteme de la época no permitía aceptarlos. Si realmente existía lo que Galileo había visto, rompería con todo el esquema que mantenía coherente y unido el mundo, transgrediendo el conocimiento que se tenía de él en la época [6]. Igualmente, el episteme de la época imposibilitaba una verdadera música instrumental; el fin último era el culto religioso, la música vocal reforzaba a los textos sacros y los instrumentos a las voces, por lo que la música instrumental no se contemplaba por sí sola. Dentro de esta coyuntura surgió la música ficta (o ficticia), que consistía en todo recurso “técnico” que entrase en conflicto con la teoría imperante, vocal, modal, hexacordal. Ficta era la semitonía subintellecta, o sobre entendida, y todos los recursos que se podían realizar pero no se contemplaban en el episteme de la época.
Por la propia esencia del hecho musical surgirán interferencias y digresiones temporales entre el pensamiento epistemológico general (estratificado) y el musical en cada época particular. La más evidente es la larga vigencia de la “teoría de los afectos musicales” que nació en los atributos morales y éticos de los modos en la antigua Grecia, retomándose en el siglo XVI con los escritos de Zarlino, Vicentino y Galileo, y recuperando su importancia en el siglo XVII con los tratados de Mersenne y Kircher. Esta teoría prevalecería hasta el siglo XVIII, enfatizada por los recitativos de la nueva ópera veneciana. En ella se asociaba a la música el poder de generar estados de ánimo, uniendo simbióticamente las estructuras musicales a los sentimientos de alegría, tristeza, odio, amor… Esta “analogía” volverá a surgir en el romanticismo con la música instrumental.
En el clasicismo las palabras no se asemejaban a las cosas (como en el renacimiento), sino que las representaban, se volvían transparentes; fueron un medio invisible que sirvió para ordenar y categorizar. Donde la semejanza unía las cosas, la representación las discriminaba. Se crearon tablas o redes de contenidos por medio de identidades y diferencias en términos de jerarquías, de categorías. El hombre como ser físico se encontraba en la tabla dentro de la propia organización, pero en este episteme era imposible representar su propia actividad de ordenar y construir la tabla. En este sentido (el hombre) es como el ojo que puede ver y organizar todo pero no puede verse a sí mismo. Desde el tratado de armonía de Jean-Philippe Rameau (1683-1764), inmerso en este episteme, surgirá un lenguaje musical claro y funcional, partiendo de la base de la catalogación de grados, acordes y enlaces. El contrapunto se sintetiza y sistematiza en las especies desechando el texto y el pulso silábico en favor de la catalogación de pulso temporal (o especies: redonda, blanca, síncopa, negra y la gran mezcla de todos ellos en el contrapunto florido). La cuadratura de las frases musicales se estructura simétricamente en grupos de cuatro u ocho compases (o de tres, seis…) asumiendo la irradiación del siglo de las luces con el cartesianismo de los enciclopedistas.
Fig. nº 4. Representación del episteme clásico. Caja para ordenar y categorizar minerales.
En la época moderna (con la teorización de la vida misma), la ordenación no desapareció; los estudiosos continuaron realizando tablas y ordenando. Pero lo epistémicamente relevante ahora no era tanto el orden como un factor temporal e histórico que se introducía en el discurso, sino la finitud del hombre. Immanuel Kant (1724-1804) invirtió el porqué de las cosas de Dios al hombre, un ser finito y limitado, y presentó sus limitaciones como fundamento para un nuevo conocimiento. El cambio de episteme se dio al teorizar sobre la vida misma dentro de un pensamiento de temporalidad. En esta nueva época, las cosas tenían que ordenarse y concebirse sobre una homogeneidad funcional, sobre un fundamento oculto, la vida, pasando de “estructura” a “función”, la cual no podía percibirse ni analizarse.
La desaparición del clasicismo pictórico llegará por medio de la nueva técnica fotográfica. Planteándose el dilema de si la técnica fotográfica presentaba una realidad perfecta, ¿por qué esforzarse en representar el mundo de esta manera? Este cambio de perspectiva propiciará el surgimiento de una nueva manera de concebir la realidad estética y técnica: el impresionismo, puntillismo y cubismo. Será la invención del cinematógrafo y la proyección de películas las causantes de la decadencia de la novela clásica (realista), como Guerra y paz (1869) de León Tolstói o Los hermanos Karamazov (1880) de Fiódor Dostoyevski (entre otras muchas), narraciones saturadas con un alto nivel de narrativa en los mínimos detalles de los personajes, la acción y el escenario. Esta literatura paulatinamente irá desapareciendo en favor del cine, capaz de sintetizar en breves imágenes “cincuenta páginas” de compleja explicación literaria.
Musicalmente, el alejamiento del episteme clásico y la integración en el moderno también llegarán de la mano de la nueva tecnología, en este caso, en la reproducción del sonido por medio de los primeros magnetófonos. La irrupción de estos aparatos irá planteando progresivamente al compositor la pregunta de: si podemos escuchar una sinfonía (o cualquier obra) las veces que deseemos, ¿por qué repetir estructuralmente el primer y segundo tema antes del desarrollo, y por qué desarrollarlos y, por último, reexponerlos? La respuesta en el episteme anterior, sin manera de reproducción técnica es fácil, la repetición era un proceso de fomentar la memoria, pues en la época era complicado escuchar las obras sinfónicas más de una vez. La reflexión en la nueva coyuntura propiciará la aparición de nuevas estéticas: el impresionismo (en Francia) y el expresionismo (en Alemania). Estos movimientos no supondrán una ruptura real con las estructuras anteriores, pues el serialismo de Arnold Schönberg (1874-1951) innovará únicamente en la ordenación de las series dodecafónicas y no lo hará en cuanto a la estructura de la frase, compases y formas que mantendrán la cuadratura y recurrencia decimonónica del episteme anterior. El impresionismo (Claude Debussy 1862-1918) se decantará por la modalidad (modos antiguos y escalas pentatónicas, influjo de las colonias francesas de ultramar) sin innovar en la estructura.
Fig. nº 5. Fonógrafo de Thomas Alva Edison (1847-1932).
Pierre Boulez (1930-2016) será uno de los jóvenes compositores franceses de principio de los años cincuenta que se rebelará contra las “secuelas” del episteme anterior, señalando (en 1945/46 después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial) que musicalmente todo estaba por hacer, y que se tenía que partir de cero para concebir el nuevo hecho musical. Boulez plasmará su pensamiento rupturista en un escrito titulado Schönberg ha muerto, juego de palabras basadas en el “Dios ha muerto” (y, posteriormente, “muerte del sujeto”) de Friedrich Nietzsche (1844-1900) y de Martin Heidegger (1889-1976), anuncio de la muerte del teocentrismo como órgano rector y de la visión que el hombre tenía de sí mismo. Esta teoría se desarrollará completamente en los años 70 con los pos-estructuralistas y postmodernistas. Boulez, en su escrito sustituye el significado de Dios por el de Schönberg, padre del dodecafonismo, defenestrando así al compositor austriaco de su estatus de paladín de la modernidad. Boulez no le ataca por su sistema de serialización de las notas, sino por lo que debería haber hecho: llevar hasta sus últimas consecuencias la ordenación apriorística de todos los parámetros musicales. De este pensamiento surgirá el “serialismo integral”, que a los pocos años de su nacimiento saltará hecho pedazos por sus propias limitaciones; recordar Polifonía X (1951) de Pierre Boulez. Desde la desaparición del serialismo integral surgirán tantas estéticas como compositores, al margen de instituciones nacionales como el IRCAM con el espectralismo (en Francia) como expansión del concepto tecnológico en el hecho musical, o la máxima complejidad germana, herencia de un pasado reciente.
Desde la semilla del desamparo y la orfandad del Ser (del Dasein de Heidegger) nacerá el posmodernismo, al amparo del desencanto social e individual con el estado de las cosas establecido (con el establishment) y sus normas. Artísticamente convivirá con el concepto “tradicional” dentro de la modernidad de obra de arte (de obra musical). Integrado en el nuevo pensamiento posmoderno, el concepto de obra de arte se transgrede convirtiendo en objetos artísticos elementos como las Latas de sopa Campbell (1962) de Andy Warhol, o tablones de madera y periódicos viejos como en “El arte povera” italiano de 1986 (entre el arte conceptual y objetual). En música, esta transgresión del concepto se dará con el happening, desde John Cage (1912/92) con su 4´33”, reflexión sobre el tiempo musical, o más recientemente las obras del compositor Carles Santos (1940).
Fig. nº 6. Lata de sopa de tomate Campbell de Andy Warhol (1928/87).
Actualmente nos encontramos en la transición a un nuevo episteme cultural, donde la tecnología es, y será, parte sustancial en nuestras vidas. La comprensión ligada al goce y al gusto estético por las cosas pasa forzosamente por el entendimiento de nosotros mismos y de nuestra forma de ver y entender nuestro mundo, nuestro episteme, el cual dista mucho con el mundo, o con el episteme, de los renacentistas, los clásicos e incluso de los primeros modernos del siglo XX. Por lo que es obvio que la cultura, el conocimiento, es adquirido desde el estudio y el esfuerzo que conlleva ubicarnos en el pensamiento de los diferentes epistemes, los cuales conforman las distintas maneras de asumir la cultura a lo largo de nuestro concepto de tiempo histórico.
En la actualidad, las nuevas tecnologías forman parte de nosotros, siendo una herramienta crucial e indispensable para el crecimiento del ser humano en todas sus facetas. Los ordenadores, móviles, internet… no se presentan como la vía directa al conocimiento, sino como el vehículo que permite la ordenación y síntesis de todas las actividades humanas que en su conjunto definen al ser humano y su transcendencia.
Vídeo relacionado con el contenido del artículo:
Dr. Manuel Añón Escribá
Colaborador con la Universidad Internacional de Valencia (VIU) en el Máster Universitario en Interpretación e Investigación Musical. Profesor de la asignatura “Evolución Involución en los procesos sonoros”
[1] De Pablo, Luis. Una historia de la música contemporánea, Fundación BBVA. Bilbao, 2009, pág. 64.
[2] Eco, Umberto. El nombre de la rosa, Lumen, Col. Palabra en el tiempo nº 148, Buenos aires – Argentina, 1982.
[3] Foucault, Michael. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI de España, Madrid, 1998.
[4] McNabb, Darin. Sobre su explicación de Las palabras y las cosas. https://www.youtube.com/watch?v=uT0WhMyEC4M
[5] Hempel, Carl G., Filosofía de la Ciencia Natural, Alianza, Madrid, 1980, Pág. 77.
[6] Id. McNabb, Darin.